La nostalgia del músico - Faber Cuervo

La nostalgia del músico


“Todos tenemos que negociar con el pasado”

 

Toni Morrison

 

Con Abdul Lucumí arribaron los orishas al Jardín Botánico. Había llegado al municipio de Ayurá entre las marimbas y tambores de un trasteo proveniente de las selvas inundadas en el litoral Pacífico. Se radicó junto con su familia en Palenque, un asentamiento negro en un morro del pueblo. Pronto, se hicieron célebres entre la comunidad; después del sermón del cura párroco, a lo que más sacaban menudencias en los hogares, era a las rumbas estupendas amenizadas por el sexteto Chocó. Así los bautizaron en el barrio, en tiempos en que ese departamento atraía enjambres de ambiciosos madereros y buscadores de preciosos metales, mientras sus nativos salían a convertirse en peones y muchachas del servicio doméstico en las grandes ciudades. Abdul Lucumí, su esposa y cuatro hijos conformaban una chirimía con clarinete, caja, flauta de caña, tambora, cencerros, platillos y triángulo. Atronaban la calle y el cielo nocturno era otra orquesta con los estallidos de fuegos artificiales lanzados por los vecinos.


Evelyn, la esposa de Abdul, era una sinfonía negra: largas y firmes extremidades, rostro con piel de sandía, ojos como esmeraldas, dentadura en pulpa de coco. Sus movimientos rítmicos de la coronilla hasta sus pies, atraían las miradas de negros y blancos que calcaban la cadencia de las canciones con voluptuoso placer. En las olas de sus mentes rizadas por los tragos, se agitaban escenas de alcoba donde el negro Abdul era envidiado por el lado oscuro del deseo. Evelyn fluía sinuosa, su mirada se posaba con ternura en la cabeza redonda de su esposo quien soltaba la flauta para reemplazarla con una trompeta. Cuando hacían una pausa, marido y mujer abrazaban sus brillantes sudores, de tal modo que los admiradores de la joven tenían que aplazar sus requiebres ya volando en las ondulaciones del aire. Pero el momento esperado con fruición al reanudarse la última serie de la parranda, era aquél en que la pareja de esposos tocaban la marimba a cuatro manos, pues a todos -incluidos los blancos de Ayurá-, los hacía delirar con los sonidos de burbujas que chocan dentro del agua.

Abdul se hizo amar por su carácter alegre y hospitalidad sin límite. La puerta de su casa estaba siempre abierta para quien quisiera entrar a conversar, beber un jugo de tamarindo o comer arroz con coco. El negro mantenía al tope un par de estantes con los zapatos que le llevaban a puntear, oficio que hacía florecer pesos en sus bolsillos, suficientes para un sencillo vivir. Algunos vecinos llevaron sus niños para que les enseñara a soplar la flauta y la trompeta; Abdul era un músico espontáneo que contagiaba el conocimiento sin método ni teoría, sus melodías no salían del instrumento, eran emanaciones de su piel de caoba que se agitaba cuando acariciaba la madera, el cobre o el cuero, no era tocar sino entrar en comunión con un material que tomaba vida en sus manos como si fuera presa de un encantamiento.


Los niños aprendían los sonidos de las hojas estremecidas por el viento, el correr de un río, el trino de un pajarillo. Entonces salían felices del taller de zapatería a transportar la selva del Pacífico hacia la escuela. Cuando recibieron las lecciones de marimba, pudieron crear el golpeteo de una tempestad en las copas de los árboles, la respiración de los peces bajo el agua, la caída de una cascada. Los chicos intentaron, por su cuenta, imitar los sonidos de la abeja y el zancudo, del trueno y el viento, el crepitar de una quema y un aleteo de tórtolas.

La vida transcurría feliz en Palenque, pero un acontecimiento inesperado interrumpió la alegría que había echado raíces en su suelo. En un plomizo día amaneció fría y dura como un árbol de teca la inspiración de Abdul Lucumí; yacía lívida a su lado, del ébano de su tez no quedaba ni una hoja. La mujer había contraído una extraña fiebre que fue apagando su voz hasta quedar apenas un imperceptible currucutú de paloma. Aunque Abdul le canturreaba una caderona, con el fin de reavivar afrodisíacos momentos previos a la fertilidad montuna, Evelyn apenas tremolaba un labio rosado. Durante el velorio, padre e hijos entonaron, en los tambores, bundes y alabaos de despedida que se prolongaron hasta la madrugada. El cadáver permaneció sobre una estera en la sala, envuelto en una hamaca, rodeado con hojas de palma y racimos de chontaduro, insólito catafalco mirado con asombro por los acompañantes.

Abdul sintió hundir sus pies en el maderamen dentro de una embarcación fantasma. Recordó la primera vez que vio a su esposa lavando ropa en la orilla del San Juan, era una blanca flor de nenúfar, apenas abriendo sus pétalos. El era un boga sumergido en una acuática soledad, mitigada por los chasquidos que producía el canalete al golpear el agua; Evelyn fue como una criatura luminosa caída del cielo para él; encendido de entrega incondicional, se fue hasta ella y le pidió no abandonarlo jamás. Con el consentimiento del río, la selva y sus familias, hicieron el Uno en el curso del camino. Entre desoves de tortuga y mudas en la piel de las culebras,  llegaron también los frutos de los enamorados –que eran los mismos hijos del río-, en sus bracitos asomaban los movimientos correspondientes al instrumento que luego interpretaron. Abdul pescaba y tocaba la tambora, componía a su paloma y sus crías. Pensaba que había obtenido una dicha duradera como la luz de las estrellas.


Pero, ahora su candorosa vida apenas comprendía que las flores florecen, alegran, de pronto se marchitan y se van a un estado de gracia junto a sus antepasados que continúan ejerciendo influencia sobre las cosas de la tierra. A Evelyn la sobrevivía el árbol padrino en el Baudó, espíritu de la divinidad a la que había sido encomendada; entonces, Abdul recordó la verdad circular que había aprendido de Eleggua y Ochún, los orishas con quienes se comunicaba en sueños; tal vez si apuraba a retornar a su selva la encontraría desandando el camino, conectando con su punto de partida. No se acostumbraba a privarse para siempre de esa esbelta tela blanca que llenaba el aire con una brisa de espesura. El hombre apagó el tabaco y se rindió a las bebidas alcohólicas para anestesiar su cerebro y sus sentidos, y así olvidar a la que subiera a su canoa para cantar salves y currulaos. Evelyn era la sonrisa de África, el olor a tierra virgen que despertó en Abdul los ancestros yoruba; había sembrado el cacao que plantaron sus antepasados en Nigeria, crió a sus hijos con el chocolate salido de sus cedazos; rescató en cantos de cuna a sus dioses ahogados en la larga diáspora hacia América.


Abdul fue un boga de las Bocas del San Juan, un amante del hilo de plata estrechado por árboles brillantes y la greda fértil reventada en frutos prosternados al sol. El crepúsculo de los espaciosos días sacaba las últimas iridiscencias a las escamas de los peces atrapados en la red, mientras el boga evocaba la silueta de extremidades largas de su morena saltando de estrella en estrella. El largo regreso por el sendero líquido se aligeraba con versos musicales que corrían repentinos a su boca y luego se hamacaban en el angosto reflejo de la luna. Las sombras de árboles gigantes absorbían la noche que penetraba lenta en grandes masas gaseosas; chicharras y monos empezaban la algarabía a lo lejos, pero el son de Abdul no cesaba su hondo campanilleo.


Seguía siendo un boga, pero sin remo y sin canoa, lejos de la vía acuosa, extraviado en noches etílicas. Sus hijos lo rescataron de los bares de Ayurá para turnarse su cuidado. Llegaba a su casa a acariciar la marimba y los bongóes, improvisaba arrullos y chigualos, llamaba a su negra, “paloma, paloma mía, vení, vení… ¿quién te quiere más que yo?, volvé, volvé”. Caía doblegado por el cansancio con las primeras luces del amanecer, dormía durante el día, no volvió a puntear zapatos. Palenque se afligió con la ruina del músico, los murciélagos se trasladaron a dormir en su taller, el sexteto Chocó se deshizo. En los umbrales de la iglesia sólo se habló de la mala suerte del negro Abdul.

Sacó un velón debajo del colchón de su cama, lo prendió sobre una tabla en el piso. Con el temblor de la llama, titilaron en la pared las imágenes de unos santos recién desempolvados. Sus pieles oscuras como madera nazareno trasladaron a Abdul a las profundas gargantas del Baudó en una tarde de cielo soporífero; yacía entre el follaje haciendo una siesta luego de una travesía dilatada por los bajíos; regresaba de visitar a su abuelo paterno, ancianidad lúcida que seguía antiguas tradiciones yoruba.


El orisha que abre y cierra los caminos, danzaba envuelto en túnica roja en las profundidades del sueño; una piragua larga con muchos remos bajó por el río, sentada en el centro iba Evelyn con bata blanca. “Búscala en el agua y la encontrarás”, susurró el espectro rojo disolviéndose en una bruma azulada. Sueño soñado de nuevo en otro territorio, sueño repetido que llevó a Abdul a buscar, como un demente, un río en Ayurá, lo encontró pero no era navegable. Inalcanzables para Abdul eran el Cauca y el Magdalena que corrían en los valles detrás de las gruesas montañas. Pidió a gritos un río, o al menos, una corriente donde navegar. Sus hijos, desesperados, lo condujeron a la laguna del Jardín Botánico, tal vez allí, el músico podría calmar la súbita locura que se había apoderado de él.  Allí, alquiló un pequeño bote con un remo, pudo así navegar en el pequeño oasis entre la arboleda. Sus hijos respiraron con holgura, no tenían que recogerlo tarde en una cantina, además reconstruyeron el grupo musical ofreciendo conciertos a orillas de la laguna. Los muchachos pensaron que las travesías vespertinas en la laguna y volver a interpretar los instrumentos, sería la sanación de su padre; quizás, también, era un pretexto para no volver a clases al colegio. Lo cierto fue que cautivaron a un público que crecía cada semana y los premiaba con dinero; Abdul se hizo célebre más allá de Ayurá, empezó a ir solo al jardín, hacía una tocata en el tambor antes de abordar el bote; los trabajadores del Jardín Botánico escucharon palabras en una lengua desconocida, también ayudaron al negro a levantar un pequeño altar con las imágenes del Niño de Atocha, la Virgen de la caridad del Cobre y Nuestra Señora Virgen de Regla. Muy pronto, se volvió un centro de peregrinación; Abdul prendía un velón y partía inmediatamente en la pequeña embarcación; remaba cadenciosamente seguido por los patos hasta el centro de la laguna donde se estacionaba. Abdul permanecía inmóvil, sentado con los ojos cerrados; no lo distraían las hojas que caían de los árboles, tampoco unas aves que aterrizaban en el medallón de la proa. “Búscala en el agua y la encontrarás”, repetía el orisha rojo en su mente. Abdul abrió los ojos y los posó en unas piedras entre tierra y líquido, de pronto, un gemido arrugó los músculos de su cara, la había visto en la orilla con su bata blanca. Entonces, Abdul agitó suavemente el remo y llevó su embarcación a un extremo de la laguna.


Abdul invocó a la divinidad de las aguas dulces y de la sensualidad, “Ochun, Ochun, Eiyele…Eiyele*”; al terminar sus palabras, Abdul recorrió con su mirada el óvalo de tierra que circundaba el lago, le pareció escuchar que del punto donde estaba el sencillo altar, una voz respondió: “Eleggua, Oggun y Yemayá ayudarán a encontrar a Eiyele”. Abdul se sobresaltó, dio un par de remazos para impulsar el bote, éste se deslizó despacio sobre las turbias aguas hasta atrancarse en unos lotos antes de tocar la orilla. El dueño de la embarcación la atrajo hacia tierra; entonces vio que Abdul yacía en su interior, frío y duro como un árbol de teca.


El altar a los orishas africanos aún permanece en el Jardín Botánico por petición de los habitantes negros de la ciudad. Sus miembros asisten cada domingo para practicar ritos de agradecimiento y celebración. En un remo clavado a un lado del altar, una pequeña pancarta dice:

Abdul Lucumí. Murió negro, pobre y feliz, en el centro orisha del Jardín Botánico.     

 

*Paloma en lenguaje lucumí – yoruba.

 

 

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